Nadie escapa a esta acción purificadora que, en definitiva, es la que nos hace crecer y madurar en la vida.
Su objetivo es hacernos mejores personas: más sabias, sencillas y humildes, más confiadas; más comprensivas, empáticas con el sufrimiento ajeno, convivibles y fraternas. Es la finalidad propositiva de todo acontecer en la vida, que ilumina la subyacencia Inteligente y su Trascendencia amorosa, al corazón que no se cierra y abre la Mirada.
Ahora bien, el ser humano es frágil y aunque la capacidad de afrontamiento (o resiliencia) es un potencial humano más o menos desarrollado en las personas, se necesita entrenamiento y mentalización. Hay que disponer de razones y argumentos que hagan falta en momentos delicados para conseguir en la vida que todo acontecer sea siempre ladrillo y construcción, nunca destrozo o aniquilamiento. Concepción Arenal decía sabiamente que "el dolor, cuando no se convierte en verdugo, es un gran maestro"
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Hay que diferenciar dolor y sufrimiento. "El dolor es inevitable, pero el sufrimiento, opcional", aseguraba Buda tras muchos años de meditación.
Porque el dolor acompañará siempre nuestra vida; es genuino, natural, detectado por nuestro ser finito y contingente en su precariedad. Para todo organismo biológico resulta estresante el hecho de abrirse a la vida en un mundo difícil y hostil; tener que aprender, equivocarse, fracasar... Normalmente, el dolor se asocia con la pérdida y el duelo, se expresa como tristeza o rabia y es corto si el procesamiento mental y emocional resultan adecuados. Es señal adaptativa que avisa de algo que no funciona y no va bien, llamando a revisión e impulsando a gestionar adecuadamente la realidad que nos daña. Lo saludable es aceptar, integrarlo en la vida como algo natural, inherente a ella. El decir sí a la vida, implica aceptación (de lo que gusta y lo que no), sabiendo que asumir plenamente la vida es aprendizaje, crecimiento y bagaje de sabiduría.
Sin embargo, cuando el ser humano niega el dolor, genera sufrimiento y lo perpetúa.
Sufrir (sub, bajo; ferre, llevar algo, cargar) es ese añadido desviado y subjetivo, con grandes componentes de ansiedad (con intensidad y matices diversos según la persona), que crece como bola de nieve al dar vueltas a las cosas, rumiarlas sin control, victimizarse y culpar siempre al entorno (situaciones, personas o cosas) de nuestra desgracia. A menudo se enquista y acaba configurando una postura personal, una manera equivocada de afrontar la vida, cognitiva y emocionalmente: la persona que se cierra para evitar el dolor reaccionando amargamente y luchando contra él, en lugar de hacerlo remitir lo fortalece camuflado bajo el "cálido" y amargo manto del sufrir. El sufrimiento es una jaula, trasunto de una peligrosa y paradójica "zona de confort", que se sostiene por la conmiseración, el arrullamiento del propio victimismo y la culpa, y una justificación cómoda para la no actuación. (Bert Hellinger decía que "sufrir es más fácil que actuar")
Creyendo que no depende de nosotros, el sufrir nos arropa y se cronifica entrañado. Cuando concienciamos que no es la culpa, sino la responsabilidad quien nos salva y nos libera, la trampa se desbarata y la jaula abre la puerta de la acción oportuna.
La restauración comienza en el punto mismo donde se desvió: en lugar de evitar el dolor, hay que abrirse a él, asumirlo como parte integrante de la vida. Por eso, hay que huir de tanto ruido mental, ese alboroto interior lleno de mensajes internos dañinos hacia uno mismo y hacia los demás: juicios, reproches, rencor... agotamiento en el esfuerzo de querer cambiar lo que pasó y es imposible modificar.
La humildad de aceptarlo nos libera; nos hace sabios, pacientes, fuertes, humildes y esperanzados.